El prisionero de la avenida Lexington by Gonzalo Calcedo

El prisionero de la avenida Lexington by Gonzalo Calcedo

autor:Gonzalo Calcedo
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Variada
publicado: 2010-08-09T22:00:00+00:00


El prisionero de la avenida Lexington

SE había hecho de noche durante el trayecto en taxi, como si los rascacielos hubieran presentido la lluvia y desplegado sus magníficos paraguas. Vivian soltó la mano de su hijo para rebuscar en el exiguo, inservible y carísimo bolso Sissi que había estrenado ese día. El lápiz de labios Serendite y la polvera Dior con visos de paleta de pintor emparedaban la billetera de Ralph Lauren. La santísima trinidad de la moda en sus manos. Un kleenex usado se descolgó como un suicida. Lo aplastó contra la alfombrilla del taxi con la puntera de sus sandalias de Emma Hope. A quién se le ocurre, sandalias con esa predicción meteorológica: tormentas a partir del medio día y una humedad del noventa y cinco por ciento. Ya llovía, agrios goterones que dejaban huellas en la ceniza urbana de las ventanillas. Pellizcó un billete temiendo romperlo. Estaban detenidos frente al Sponsor, el edificio donde habían vivido sus padres toda su vida. Tras el reposo espiritual apadrinado por su amiga Gina y el pertinente divorcio era su morada; no le tenía gran simpatía a su herencia, aunque algún amante ocasional incapaz de resistirse a descuartizar la ciudad por cotizaciones le hubiese otorgado un diez —también para ella y su cama, claro está—, y solía culpar a los altos techos y sus lúgubres volúmenes del decaimiento de su hijo. Tenía que ser por el edificio, no por lo que un padre y una madre incompetentes le habían hecho. —Quédese el cambio —le dijo al taxista, que ya había puesto en marcha los limpiaparabrisas, y empujó a su hijo para que saliese primero—. Mueve el culo, cariñi-to. Y no pares de correr. Peligra la cabellera de tu madre. La obra de arte de Federico, su peluquero, no iba a echarse a perder en un irrisorio tramo de acera. Correría como una posesa y eso hizo, mientras el portero le salía al encuentro llevado en volandas por una sombrilla que rebajaba la estampa militar de su uniforme. —¡Tocan arrebato! —gritó Vivian bajo aquella carpa con publicidad de Finkbräu, una marca barata de cerveza. La tormenta se miraba en el espejo de las fachadas con tristeza, las letras giraban sobre su cabeza. —Mamá... —su hijo requirió su atención por algo que sucedía a unos pasos; un perro escapado de su paseante que ladraba a los truenos desquiciado. —¡Corre! —volvió a gritarle, mientras aplastaba en la mano del portero los dólares de propina por su último favor: trasladar el armario apolillado del cuarto de invitados hasta el despacho convertido en trastero. Los batientes de la puerta giratoria removieron la polvareda del tráfico atosigándola; luego olió a la madera de los revestimientos, a sus padres cogidos del brazo, a la reverente atmósfera de los domingos y todo lo que habían sido. Su hijo caminaba detrás, mohíno y sufrido, como si acudiera a una cita con el director Balamendi tras una trastada en el patio de juegos. Vivian habría mostrado más compasión de no tener tanta prisa.



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